5/1/21

de PSICOLOGÍA (mon amour)

 




(los reyes)

Arañando los árboles, excepto aquel sauce llorón de la esquina, viejo y abatido, entre Jijena Sánchez y Varela; intacto por milagro, como el candil oculto bajo la mesa familiar; o asombrado, mientras giraban las estrellas (oh cómo bailan mis estrellas, mami) en el escalón de su infancia, o en aquel parpadeo, juró que fue un parpadeo, una duda, ante las vías del tren Roca a ningún lugar; o golpeando su propio rostro, con rabia (tal y como hizo su mamá cuando no quiso enjabonar sus varices, pocos días antes de morir sin ninguna clase de amor por nadie); o en silencio, frente a los yuyos caídos que nadie busca; siempre, siempre se juramentó lo mismo: Oh no, y a dios puso por testigo, nadie volvería a echarlo de su casa. 

Samsa, alejándose entre nubes, murmurándolo a las calladas, una vez y otra, enfurecido durante aquel viaje, su tránsito de hombre elefante a cucaracha en vuelo, volvía a recordarlo. Cómo pudo atreverse.

—Pero es obvio que no fue así. Te echaron. Volvió a repetirse.
—Sí, es obvio que no fue así, me echaron —reiteró Samsa esquinando su perfil picudo y rencoroso, con un hilo de voz que sólo ella asimiló como un aullido, como Munch.
—¿Y ahora debes volver a casa, no es así? ¿Porque papá y mamá dejaron los regalos donde tú no alcanzaste, ocultos y arrinconados? —Samsa admitió la precisión quirúrgica de sus palabras como un puñetazo en los dientes sucios.
—Sí, allí arriba, en el armario con polillas que ya no existe. Les vi mentir y morirse —Samsa apretó sus labios como si estrujara una esponja reseca y obscena, invisible y olvidada—. ¿Qué día es hoy?
—Noche de Reyes.
—¿Y ya es hora?
—Sí, es la Hora.



AMEDINILLA


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