18/10/25

L A G R I P E

 




LA GRIPE


Nunca imaginamos que nuestro hijo tuviera la forma de un libro. De hecho, nunca proyectamos nada más allá de lo inmediato (vestíamos árboles, descampados, enredaderas, yo te agarro por detrás, yo te cojo por delante, caminando los polígonos con la niebla, angares, sexo duro y blando, canela y me camela, risas, votos, las medio protestas, las puras verdades). 

Aún recuerdo aquella noche y aquella entrega: enviamos al Emérito, el prenda real, doscientos gramos de jamón serrano para su futuro (que no cumpliría) en el trullo. Ni siquiera te lo agradeció, Carne, el muy cabroncete. A la madrugada, a hurtadillas, pintamos el Congreso con un arco iris revolucionario, olor a deseo y votos nupciales, pues cuán cierto era en aquel entonces: nunca sospechamos que nuestro hijo tuviera la forma mínima de un microcuento (qué redundancia), subversivo como su santa madre, botando por Zorrilla y San Jerónimo, arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan, «porque eres más bonita que la batalla de Stalingrado, hija, te voy a hacer un libro, te echaré un polvo de plata y oro, el monumento de un siglo para el fin de los tiempos, y me harás reír de nuevo con los pañales de Sebastian, y te contaré otro cuento». 

—¿Estamos o no estamos, Samsa? Nuestro libro será eterno como la lucha de clases… en cuanto se nos vaya este gripazo. ¿Te quedan pañuelitos? —estornudó Carne, húmeda de savia y carmín y proclamas.

—¡Chiquilla, tenemos que ponernos las pilas y salir volando! —le advirtió Samsa, tironeando de su puño alzado, revolucionario. 

—Niño, qué cuento más hermoso goteará esta noche por mi boca... —insinuó pornográfica, con su apretada sonrisa entre labios.

—Y sí, viva la literatura de tu espalda y tus rodillas rojas... pero o salimos ya, niña, o al trullo vamos nosotros, y de cabeza y en picado.

Aún lejos, las sirenas se acercaban implacables, parpadeantes. Mientras, aguardándolos en casa, guardián de la noche, Sebastian destrozaba a dentelladas, de nuevo y por tercera vez, el pañal con la bandera republicana, aquella tercera república meada. «¡Coño, demonios, es que no lo entendéis! ¡Hay que darle libertad a los presos!», ladró Sebastian, libre ya de este mundo.



a / m e d i n i l l a