21/10/25

B A A L-B A B I L O N I A . de . F E R N A N D O - A R R A B A L

 



59.

EN MADRID NO MATÁBAMOS todos los años el cochino como en Villa Ramiro. En Madrid no había bellotas para engordarlo.
    En Madrid no había murallas, como en Villa Ramiro. En Madrid no quedaba sitio para poner las murallas.
    En Madrid no había castillo, como en Villa Ramiro. En Madrid no había cuervos para meter en el castillo.
    Aquí, no hay cerdos, ni murallas, ni castillo. Aquí, como casi no sale el sol y llueve mucho, no hay ni cerdos, ni murallas, ni castillo.
    En Madrid no había amapolas en los campos como en Villa Ramiro. En Madrid se olvidaron de llevar amapolas a las floristerías.
    En Madrid no había un foso, como en Villa Ramiro, para que los hombres fueran a mear. En Madrid, los hombres sólo meaban en sus casas.
    En Madrid los asnos no andan sueltos por la calle, como en Villa Ramiro. En Madrid sólo hay un asno que da vueltas en la plaza de Oriente para pasear a los niños.
    Aquí todavía no he visto ni amapolas, ni asnos, ni fosos. Aquí, de vez en cuando, meamos en un gran vaso que la enfermera se lleva para hacer un análisis.

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36.

CUANDO YA NO QUEDABAN AMAPOLAS, no podía recogerlas de los campos. No podía recogerlas y formar con ellas un ramillete.
    Cuando ya no había más amapolas en los campos de Villa Ramiro, no podía reunir unas cuantas en un ramillete. Un ramillete de amapolas al que unía un poco de verde para que hiciera más bonito.
    Pero en invierno ya no había amapolas en los campos de Villa Ramiro. Ya no había amapolas rojas sobre los campos amarillos de trigo o sobre las praderas verdes de hierba.
    En verano, sí que podía hacer un ramillete con sólo amapolas rojas y un poco de verde. En verano, sí que podía, y en primavera.
Tenía que recogerlas y salir corriendo para poder dártelas enseguida, porque si no, se marchitaban. Las cogía con el rabo muy largo y así tardaban un poco más en marchitarse.
    En Madrid, en los jardines, ya no volví a encontrar, ni siquiera en pleno verano, amapolas rojas para poder hacerte un ramillete con un poco de verde.

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27.

YO LE DIJE A TÍA CLARA que le iba a hacer daño. Ella dijo que la azotara más fuerte. Entonces, con la correa, la azoté más fuerte. Tía Clara dijo:
    «Más fuerte aún.»
   Yo le dije que le iba a hacer daño. Cuando la volví a azotar ella me dijo gritando:
    «Más fuerte y más deprisa.»
    Mientras azotaba a tía Clara oía su respiración.
    Me escondí de ti, pero tú, cuando volviste, no me dijiste nada. No me reñiste, aunque hice una gran mancha en el calzoncillo.
    Como tía Clara se sacrificaba por el alma de abuelo y abuela, tenía que azotarla muy fuerte, y por eso ella no chillaba. Sólo se oía su respiración. Tenía la espalda blanca y la piel era como la de tus brazos. Se ponía de rodillas y se tapaba los ojos con las manos.
    Tú, mientras tanto, estabas en la oficina, y cuando volvías, a la hora de comer, no me decías nada, y cuando, el sábado, recogías mi muda, tampoco me decías nada.
     Tía Clara, luego, se iba a su cuarto corriendo, sin haberme lavado la cara ni rezado conmigo las oraciones de la mañana.

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26.

EL MAESTRO DE VILLA RAMIRO dijo que era una aurora boreal. Abuelo se había puesto el abrigo sobre el pijama. La gente se apretaba dentro de la plaza mayor. Cuando el maestro habló, la gente se calló.
    El señor cura dijo que los revolucionarios habían incendiado los bosques. Abuelo me tenía cogido por la mano. La plaza mayor estaba llena de gente. La gente se calló cuando habló el cura.
    En la oscuridad se veía el resplandor rojo que ocupaba una gran parte del cielo.
     El maestro leyó en un libro la definición de aurora boreal. Abuelo, en zapatillas, oyó en silencio las definiciones. La plaza estaba llena de gente que se había levantado de la cama. Cuando terminó de hablar el maestro, los vecinos empezaron a hacer comentarios.
   El señor cura dijo que los anarquistas habían incendiado los bosques. Abuelo no me soltaba la mano. La plaza mayor, llena de gente, estaba iluminada por un gran resplandor rojo. Algunas mujeres gritaban y lloraban.
    Días después los guardias civiles se llevaron al maestro. Abuela dijo que se lo tenía bien merecido por anarquista y por revolucionario.

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32.

ME LLAMABA Y YO ACUDÍA a su cuarto. Tía Clara ya no se arrodillaba. Un crucifijo de metal presidía su cuarto. La azotaba con mi correa y ella, boca abajo, no rechistaba porque yo ya había aprendido a pegarle fuerte. Tan solo oía su respiración y, de vez en cuando, como decía: «Por el pobre abuelito, que en paz descanse.»
    Tenía la espalda blanca, el trasero blanco con sus dos hoyitos y las piernas blancas. Tenía la cara pegada contra las sábanas, por eso no podía ver nada.
    Luego se tapaba de prisa, con las sábanas, y, gritando, me pedía que me marchara del cuarto. Y yo me marchaba, con los calzoncillos manchados, corriendo por el pasillo.
    Me llamaba y yo iba a su cuarto. Antes era ella la que venía al mío, y después fui yo quien iba al suyo. En las paredes de su cuarto había imágenes que representaban las estaciones del Vía Crucis. Pero ya no rezábamos las oraciones de la mañana ni me lavaba la cara con el estropajo. Ahora me esperaba desnuda, boca abajo, sobre las sábanas blancas.

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67.

CUANDO DEJAMOS VILLA RAMIRO para trasladarnos a Madrid, lo traje en la mano en el tren y así no se arrugó.
    Al principio, ponía muchos personajes. Luego, las hacía con pocos, y así, podía moverlos sin que se tropezaran.
    Lo construí en Villa Ramiro con una caja de cartón. El interior quedaba iluminado con dos velas disimuladas.
    Al principio, ponía muchos decorados pintados en cada pieza. Luego, sólo ponía uno —sin pintar— y así no tenías que esperar que los cambiara.
    Como que a Elisa le aburría leer el texto, yo hacía todos los papeles cambiando de voz.
    Al principio, los personajes entraban y salían muchas veces. Luego, los personajes no entraban ni salían casi, así tú seguías mejor lo que decían.
    En Madrid, sustituí las dos velitas por dos bombillas de linterna.
    Al principio, los personajes hacían cosas importantes. Luego, hacían las mismas cosas que nosotros y así, tú me hacías más comentarios.

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31.

LA MÁQUINA DEL TREN tenía un letrero que no se podía leer a simple vista. Era un letrero pintado de negro, como el resto de la máquina. Sin embargo, poniendo la máquina del tren a contraluz, se podía leer lo que decía. Elisa y yo lo leímos.
    Los reyes Magos le regalaron a Elisa una casa de muñecas y a mí una máquina de tren. La casa de muñecas de Elisa tenía una cocina con sus grifitos, con sus armarios llenos de latas de conservas minúsculas, de sartencitas y de pucheritos. En las ventanas había tiestos con sus florecitas. En la terraza estaban las letras recubiertas de pintura. Sólo se podían leer mirándolas a contraluz. Elisa y yo lo leímos.
    Mi máquina de tren de madera era la reproducción auténtica de una máquina de verdad. Los reyes me la dejaron en mis zapatos.
    Sobre la máquina de tren y sobre la casa de muñecas, se podía distinguir el mismo letrero: «Recuerda a tu papá.» Elisa y yo lo habíamos leído. Se lo dijimos a la abuela y ella nos retiró la máquina de tren y la casa de muñecas.

f e r n a n d o
A R R A B A L


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B A A L B A B I L O N I A








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