CARNE engaña a la noche. Los rayos de luna (siempre hay luna llena para estas ocasiones) salvan el aire denso de su dormitorio por las rendijas de la persiana entreabierta, y la perfilan, per se pintura plana como todo oriente; franjas blancas y oscuras sobre su cuerpo de cebra tendida, oyendo latir la noche entrecerrada, aplacando el run-run de aquel cansancio indefinido de su cabeza. Relax.
Desde hacía treinta minutos, al menos -o eso opinó, torpe e indeciso como cualquier insecto ante el paso del tiempo humano- contemplaba aquel libro usado sobre sus piernas, las mil y una noches, húmedo de saliva y jugos, como un guardián indecoroso ante su cama de intensos colores, desnuda sin ningún rubor; contemplándola a mitad del libro con tapas blandas y corteza negra de su propia existencia, siempre efímera; el amor, al inicio de esta historia verdadera.
A veces, lo que era de esperar de un guardián, con un brinco sigiloso como el rubor de un insecto, saltaba de su asiento al oír cualquier ruido extraño en la calle. Siempre hay ruidos donde hubo Carne. Frente a su ventana, por la pestaña entornada, sólo pudo entrever el espectáculo familiar de cualquier ciudad de provincias a altas horas de la noche expresionista: el mercader de Venecia con el culo al aire, la monja de clausura, cáscaras de avellanas, pipas y conchas, pitos y flautas, la memoria de ella, los farolillos, los cuatro o cinco japoneses que follarían como siempre, ocultos tras los árboles, el mulato metro sexual que los fotografía, con el beneplácito de la carne; alguna que otra voz delgada, tan similar a un recuerdo sin cuerpo, susurrando algo de alguien sobre el amor, musho musho musho y más, que siempre estaríamos juntos; del mismo modo vio, apostada sobre el naranjo, a la lechuza que sostenía en su pico la trenza oscura de su delicado moño rojo anudado, bamboleándose, mientras saltarín, complaciente, con la barba ya blanca, Sebastian arañaba el árbol, ladrando a la lechuza, guardián de la noche de los cielos; tres cáscaras de manzanas o más, dos de mandarinas, un preservativo arrugándose, láminas orinadas por el ayer y el bostezo de las hormigas del presente. En verdad, nada por lo que preocuparse... La noche inquieta y tensa, oculta por la belleza de su sueño.
—¡Ven a casa de inmediato, Sebastian, y trae esa maldita trenza! Olvida la lechuza.
La noche comienza y la noche acaba. Sonreirán al despertar y nadie dirá nada de todo lo sucedido. Allí no hubo deudas ni sorpresas sino contemplación, bajo la noche blanca como leche espesa sobre su cuerpo desnudo. Aquí no habrá sorpresas, ni para mí ni para ella. Ni para Carne ante mí, ni para Sebastian frente a ambos, ya con su trenza en la boca.
La noche no pudo dar miedo cuando ambos se miran... y tres lo saben. El que duerme bajo la cama con la trenza. Quien la mira en silencio, bajo la noche palpitante. Y Carne, al fin, Carne de nuevo entre sus brazos, en los brazos del mundo, con su rabiosa sonrisa en los labios.
AMEDINILLA
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