LA GRIPE
Nunca imaginamos que nuestra hija tuviera la forma de un libro. De hecho, nunca proyectamos consecuencias más allá de lo inmediato (vestíamos árboles, descampados, enredaderas, yo te agarro por detrás y tú por delante en los polígonos a pie, angares, sexo duro y blando, canela y camelas, risas, protestas, las medio protestas, las puras verdades). Aún recuerdo aquella entrega: enviamos al Iñaki, el prenda, doscientos gramos de jamón serrano y un kilo de pan cateto para su futuro en el trullo, que ni siquiera agradeció. Se pudra. A la madrugada, a hurtadillas, pintábamos el Congreso con un arco iris revolucionario, olor a deseo y votos nupciales, porque cuán cierto era que nunca sospechamos que nuestro hija tuviera la forma de un microcuento subversivo, como su santa madre, botando descalza por Zorrilla y San Jerónimo, arriba los pobres del mundo, clamando en pie los esclavos sin pan, «porque eres más bonita que la batalla de Stalingrado, hija, te voy a hacer un libro, te echaré un polvo de plata y oro, polvo del siglo y el fin de los tiempos, te haré una niña, me contarás un cuento».
—¿Estamos o no estamos, canijo? Nuestro libro será eterno como la lucha de clases… en cuanto se nos vaya este gripazo. ¿Te quedaban clínex? —estornudó Carne, húmeda de savia y lluvia y protesta.
—Ay niña, tenemos que ponernos las pilas y salir pitando —le advirtió, tironeando de su puño alzado, revolucionario.
—Niño, qué cuento tan hermoso crecerá desde esta noche en mi vientre... —sentenció suavemente, con su rabiosa sonrisa entre labios.
—Y sí, viva la literatura de tu espalda desnuda, viva tu vulva... pero salgamos.
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