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A un xo’on experimentado le llevará de treinta a cuarenta minutos acceder al primer poema, a la primera hierba heurística, al primer bosquejo, a la sagrada eucaristía de las mareas. Martín Gusinde lo sabe y, sin embargo, ha nacido condenadamente blanco, enfermo, cristiano, efímero y vestido: en él la Visión sólo pudo florecer con un parpadeo y en el mismo parpadeo desaparecer sin mayor esfuerzo. Pronto se transformará en un xo’on peligroso para mi pueblo.
Mi y’aham’ lo sabe: los ojos lánguidos con marcadas aureolas de vicio, desde un tiempo sin medida, fijos en el mismo punto de su piel creciente, abre sus piernas brunas y acariciadas que gotean, araña y propone aquello que Gusinde desconoce: conmover la grieta y examinar la flora, amparar la brisa y la miel, el trinar y el espino, la carne cuando crece y decrece, explota o reingresa a mi pueblo a un mundo helado, bajo esta ardua labor amatoria.
El amor, de ese modo equívoco, es un trance falso para Gusinde, un falsete que pestañea hasta el próximo gemido que anide y se esfume, sin reciprocidad, sin arrojo ni compromiso. Martin entra y sale. Entra, sí. Pero él sólo quiere entrar, mi y’aham’. Y también lo sabes. Y el guanaco también lo huele, claro que lo sabe, lo sabe porque lo huele, porque aparece y desaparece cuando el hombre blanco se acerca (márren márren), un grito en el viento parpadeante.
–Cómo huele la carne del hombre blanco, qué usura.
«Entender no será suficiente. Ayúdenlo a nacer», suplicó el ákel de su rostro, de costado, frente a Mankasen de pie, de frente, frente a la cámara.
Los Selk’nam apodaron a Gusinde «mankasen», cazador de sombras (en lengua selk’nam: «man» es sombra, y «kasen», cazador).
¿Qué nombre me darán a mí?
A.MEDINILLA
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