Siempreverde, uñas rojas, y para que no vuele cuando acontece el torbellino, Sebastian, suelo sentarme al borde de su cama para que agarre peso y le explico, pausado, aunque voy desnudo a todas horas y esto conlleva desconcierto y deseo, que hay una paz intrínseca entre animales y planetas, que apenas entrevemos de rebote cuando saltas a la cama alguna vez, en alguna mañana o en algún sueño, pero que deberemos alcanzar cueste lo que cueste, que para eso lo intuimos, esa paz presente, oculta y venidera, la paz de la piel sobre la piel aunando ladridos y estrellas, y qué piel nos entrega, madre, que no se aguanta de blancura, con los pies nevados sobre la hierba o en la respiración aún no agotada de nuestro pueblo en confinamiento, mirando las montañas de su pecho deseado. Y ni rechistes, que te conozco, ni comiences a saltar por los sofás ni a robar medias, que pareces un loco. Yo sé que hay una paz que vamos a conocer y a contagiarla por este mundo, dibujándola de boca en boca. Así que tú, vividor precioso y negro, no te hagas «el longui», que lo sabes mejor que nadie y actúa en consecuencia, y ladra bien. Si algo nos liga con el edén, lo estoy viendo y lo estás viviendo... pero claro, era mucho más bonito de lo que esperábamos, y apetitoso. Ni el cielo protector se compara...
—Mirá, canijo, mirá... Puro coloquialismo —ladró Sebastian, sabio aunque trabajoso.
—Qué coño, chaval. Pura magia. Esto es pasión de pueblo, levitamos.
AMEDINILLA
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